Traducción de María Teresa Meneses
En su lección inaugural en el Collège de France del 7 de enero de 1977, Roland Barthes afirma: “La literatura trabaja en los intersticios de la ciencia: siempre se le adelanta o se le retrasa, semejante a la piedra de Bolonia que irradia durante toda la noche lo que ha almacenado durante el día y gracias a esta luz indirecta ilumina el día venidero. La ciencia es burda, la vida es sutil, y para corregir esta distancia es que la literatura nos importa”. La vida es sutil, es verdad, pero yo agregaría que también es insuficiente: “La literatura, como el arte en general, es la demostración de que la vida no basta” (Fernando Pessoa).
La literatura ofrece la posibilidad de un plus respecto a lo que la naturaleza nos concede. Y en este plus está incluida la alteridad, el pequeño milagro que nos es concedido en el viaje de nuestra breve existencia: salir de nosotros mismos y devenir “otros”. De la heteronomía de Fernando Pessoa ya se ha posesionado esa cultura middlebrow promovida por ciertos medios que privilegian el escándalo y el sensacionalismo, tratándola con el mismo rasero de un caso clínico, yo diría, de un “efecto especial”. Y divulgando al poeta como un fenómeno de circo callejero, una especie de “desviado”. Naturalmente, la poética de Pessoa, aun en su radical impostación, es intrínseca a la literatura de siempre. Cual comedia humana, en versión moderna y plasmada en poesía, es la misma de Shakespeare, Cervantes, Balzac. Cervantes dijo de sí mismo que él era, a la vez, don Quijote y Sancho Panza. Sabemos que Shakespeare no fue príncipe de ninguna Dinamarca. Flaubert sostenía que Madame Bovary era él, pero nada nos impide imaginarlo como la vieja sirvienta Félicité de Un corazón sencillo. Baudelaire escribió: “Como almas errantes que buscan un cuerpo, él puede entrar, cuantas veces lo desee, en cualquier personaje”.
La literatura no es estable, es nómada. No sólo porque nos hace viajar a través del mundo, sino sobre todo porque nos hace atravesar el espíritu humano. Además es correctiva, porque es la única posibilidad que nos es permitida de modificar los acontecimientos y de corregir la Historia más madrastra. Porque es el territorio de lo posible, de la libertad absoluta. Encerrado en el fuerte de Taureau, en Morlaix, Auguste Blanqui, luego de la derrota de la Comuna, quiso tomar revancha de los acontecimientos que lo devastaron. Partiendo de las teorías acerca del universo de Laplace, y, por lo tanto, con un rigor absolutamente científico, aunque aplicando pura hipótesis, él retoma la idea del infinito del Universo, del Tiempo y del Espacio, inscribiendo su hipótesis en una infinidad de mundos posibles, con una infinidad de historias posibles, cada una, en el fondo, igual a sí misma, pero con variables de las que se obtenían resultados diversos. Así, por ejemplo, en un lugar indeterminado del tiempo y del espacio, anywhere, los mismos comuneros habrían ganado la batalla y afirmado sus ideales, y el propio Blanqui, idéntico a sí mismo pero en una de sus posibles variantes, en lugar de sentir la profunda amargura de la derrota, vería el triunfo de sus ideales. L’eternité par les astres, libro singular y extraordinario de un no-literato, en realidad es gran literatura y, sin duda alguna, uno de los libros más revolucionarios de finales del siglo XIX; sin el cual, agrego, un gran escritor como Jorge Luis Borges acaso jamás hubiese existido.
¿Por qué se escribe? La pregunta, inevitable, retorna siempre, aunque se trate de evitar, semejante a ciertas señoras pías dedicadas a su catequesis y que todos los domingos implacablemente llegan a tocarnos a la puerta. Pero incluso la respuesta más radical como la de Beckett (“porque no soy bueno para otra cosa”), evidentemente es insuficiente e inspirada por una modestia que, junto con el autoescarnio, no resuelve el problema. Conozco a decenas de personas que no son “buenas para otra cosa” y que en vida jamás han escrito una sola línea. Además, todas las respuestas son plausibles sin que ninguna en verdad lo sea. ¿Se escribe porque se tiene miedo de la muerte? Es posible. ¿O, más bien, no se escribe porque se tiene miedo de vivir? También esto es posible. ¿Se escribe porque se siente nostalgia de la infancia? ¿Porque el tiempo ha pasado demasiado aprisa? ¿Porque el tiempo está pasando demasiado aprisa y queremos detenerlo? ¿Se escribe por lamento, porque hubiéramos querido hacer ciertas cosas y no las hemos hecho? ¿Se escribe por remordimiento, porque no hubiéramos querido hacer ciertas cosas y las hemos hecho? ¿Se escribe porque se está aquí pero se quisiera estar allá? ¿Se escribe porque se ha ido allá pero después de todo hubiera sido mejor quedarse aquí? ¿Se escribe porque sería en verdad hermoso poder estar aquí donde hemos llegado y al mismo tiempo también estar allá donde estábamos primero? ¿Se escribe porque “la vida es un hospital en el que cada enfermo quisiera cambiar de cama. Uno preferiría sufrir junto al calentador, y el otro está convencido de que se restablecería junto a la ventana” (Baudelaire)?
¿O no se escribirá también por juego? Pero no por el puro juego, como pretendía la vanguardia de los adelantados en Italia y de otras partes, es decir, la literatura entendida como palabras cruzadas que es tan útil para matar el tiempo. Naturalmente, tiene que ver el juego, pero es un juego que no tiene nada que ver con las guasas con las que sobresalen ciertos jugadores, los prestidigitadores del domingo que saben cómo deleitar al respetable público. Acaso es un juego parecido al de los niños. De una terrible seriedad. Porque cuando un niño juega, pone todo en juego. Coge una piedrita y sentado en el escalón de la casa, mientras se va haciendo de noche, y sosteniendo la piedrita sobre la palma de la mano, dice que esa piedrita es el mundo. Subrayo: no sólo lo piensa, sino lo expresa, porque solamente cuando lo dice, el sortilegio sucederá y la piedrita se transformará en el mundo: es el pacto absoluto. El niño sabe que si esa piedrita se cayese, el mundo se precipitaría, el universo en el que el mundo gira se perturbaría, los astros se volverían locos y avanzaría el caos. Él sabe que hasta que su juego dure, tendrá en sus manos la suerte del mundo. Hasta el momento en que su padre aparece en el umbral de la puerta sonriendo, la cena está en la mesa, hace frío, mañana es día de escuela, y ahora es necesario entrar en la casa. El dueño de la Tabaquería ha sonreído. Sin darme cuenta he llegado al punto culminante de un sublime poema del heterónimo de Fernando Pessoa, Álvaro de Campos. Tabaquería, en el cual hay una analogía con la risible y angustiosa dialéctica baudelariana entre el calentador y la ventana. En lugar del calentador hay una silla en el fondo de la habitación donde cada tanto el poeta va a sentarse para reflexionar, saboreando ciertas intuiciones (sus epifanías) que se le suscitan mirando desde la ventana de su buhardilla hacia la tienda de tabaco al otro lado de la calle, donde la gente entra y sale, y donde está la vida, como en la vida. Pero he aquí que: “Pero un hombre ha entrado en la tabaquería (¿a comprar tabaco?),/ y la realidad plausible cae de repente encima de mí./ Me incorporo a medias con energía, convencido, humano, y voy a tratar de escribir estos versos en los que digo lo contrario”. “El hombre ha salido de la tabaquería (¿metiéndose el cambio en el bolsillo de los pantalones?)./ Ah, le conozco: es el Esteves sin metafísica./ (El dueño de la tabaquería ha llegado a la puerta.)/ Como por una inspiración divina, Esteves se ha vuelto y me ha visto./ Me ha dicho adiós con la mano, le he gritado ¡Adiós, Esteves!, y el Universo/ se me reconstruye sin ideales ni esperanza, y el dueño de la tabaquería se ha sonreído”.
Pero, ¿quién es el dueño de la Tabaquería? Éste es el problema. ¿Y además, por qué sonríe, acaso lo hace de una manera irónica o con bondadosa suficiencia, casi como señalándole al poeta que resulta vano plantearle preguntas a la vida y al mundo, que es vano pedirle a su Tabaquería que nos revele el misterio de todo?
Si me apuran, en esa sonrisa se esconde algo de leonardesco, como si se tratase de lo inescrutable de las cosas, del límite de la conciencia humana que el genio de Leonardo ha representado en forma de sonrisa sobre los labios de La Gioconda y de San Juan, algo que Ortega y Gasset definió inefable. Te ha sido concedido el privilegio de conocer hasta un cierto punto, no puedes ir más allá, parece decir esa sonrisa. Como el dueño de la Tabaquería, el dueño del circo, saludando al público, sonríe. El espectáculo ha terminado. La literatura se detiene aquí, comienza el misterio de la vida. Y la literatura se pone de nuevo a trabajar.